He encontrado en mi carpeta de escritos un pequeño relato, muy breve, que escribí hace un tiempo y que a lo mejor os entretiene un rato. Se titula Demonios.
Es muy corto. Lo leéis con el café en la mano sin problemas ;)
Demonios
Siempre los veo cuando miro por la ventana. Están ahí, agazapados y mudos; hasta que me ven. Entonces salen y corretean a mi vista para que yo sepa que ellos saben que estoy aquí. Me ponen de los nervios.
Juegan con eso y cada día me es más difícil mantener la serenidad. Sé que si me dejo llevar tengo las de perder. Son demonios pequeños, bajos de estatura y con poca fuerza, pero son muchos. Incontables. Y su odio hacia los humanos es muy grande.
Demasiado.
Día tras día salen de sus guaridas y me atormentan con sus gritos demoniacos, sus burlas hirientes y su total falta de respeto por la vida humana. Los he visto matar a virginales chicas sólo por el placer de verlas morir.
Los he visto comer de los cadáveres y retozar en los restos como si fueran unos cerdos en el barro. Y sé que lo hacen solamente para provocarme. Para que me atreva a salir y hacerlos frente. Pero eso sería mi muerte.
Una muerte espantosa y sangrienta.
Sé que quieren acabar conmigo. Siempre lo han querido. Ya me pasó una vez, hace un tiempo. Logré darles esquinazo, después de acabar con algunos de ellos, pero no pude derrotarlos. Me vi obligado a huir. De mi casa; de mi hogar.
Para siempre.
Fue en Lewistown, Montana. Y todo porque no pude aguantar más. Los demonios me encontraron allí, no sé cómo, pero lo hicieron y me sometieron a tal acoso que no tuve más remedio que intervenir.
Prácticamente no me dejaron otra opción. Tomé mi M40, de segunda mano, comprado en la Feria del Rifle de Casper, en Wyoming en agosto de 2006 y metí los proyectiles del 308 Winchester en su cargador para cinco balas.
Accioné el cerrojo y recé a Jesucristo, nuestro Señor, para que guiase mis pasos en aquella terrible hora. El primer demonio que centré en la mira ya me conocía: era el jefe de aquella jauría.
Su apariencia era magnifica: gran cuerpo, brillo rojizo que casi parecía deslumbrar con aquel sol de junio, garras mortíferas como si fueran de nácar…
Y esos ojos. Los temibles ojos de fulgor carmesí que tantas pesadillas me han ocasionado.
Tantas pesadillas…
Hacía meses que me tenían acorralado en mi pequeño piso de la calle Broadway con la sexta avenida. No sé cómo lo consiguieron, pero los demonios habían acabado con Paul Bridges, que regentaba el Bridges Cadillac-GMC Sales, de venta de coches de segunda mano, que estaba justo en frente de donde yo me encontraba.
Entraron también en el Dance Syndicate, que estaba al lado, y que llevaba mi buena amiga Doris O’Hara. Mi dulce y gorda amiga irlandesa. Allí quedaron todos. Muertos por aquella plaga salida de Dios sabe dónde. Bueno, sí lo sé: del mismísimo Infierno.
No hay otra explicación posible.
Y allí tenía al jefe, ni más ni menos: en el punto de mira. ¿Me atacaría la horda cuando acabara con él?
Miré a un lado y vi las llaves de mi Chevy del 78, de segunda mano comprado en Jenkins Bartlett, en el pueblucho de Winnett. Cinco mil dólares, me dijo el tipo. Le di tres mil quinientos y aún creo que podía haberlo rebajado aún más.
En aquel momento me alegré de haberlo pagado, porque el viejo Chevy me sacaría de allí cuando las cosas se pusieran feas. De eso estaba seguro.
Ya lo había hecho otras veces.
Mi dedo índice derecho acarició el gatillo del fusil. Había comprado el M40 porque un antiguo compañero de trabajo me había comentado que era una excelente arma.
Él lo había tenido en Vietnam, cuando estuvo con la segunda división de Marines, y se cargó a seis de aquellos putos amarillos a una distancia considerable.
Casi de récord. Fueron confirmados por el USMC y al tipo le dieron una estrella de plata, además de figurar en los libros de instrucción para tiradores de West Point.
Al menos, eso fue lo que me dijo.
El diablo o demonio, o como coño de diga, me miró. Creo que fue casualidad que lo hiciera en aquel preciso momento. Como si intuyera lo que iba a pasar.
¿Y qué hizo el bastardo? Sonrió.
Me dedicó una sonrisa tan malévola y ruin que a punto estuve de vomitar. No podía haber tanta maldad en el mundo. En nuestro mundo, no. Pero sí en el de donde provenían aquellos seres espantosos.
Cliff, me dije, tienes que ser fuerte; Dios está contigo.
Dios está conmigo.
Disparé.
No pude aguantarlo más. Aquellos hijos de puta habían acabado con Paul y Doris. Se lo debía.
Casi al instante vi un agujerito en la frente del monstruo. Y un hilo de una especie de fluido verdoso negruzco, supongo que sería sangre, brotó de la herida. Al segundo, cayó hacia atrás para no levantarse más.
El ruido que hicieron las otras bestias fue ensordecedor. Me llenaron los oídos de chirridos espeluznantes, gemidos espantosos y gritos endiablados.
Se excitaron mucho y saltaron y corrieron sin saber quién había acabado con su señor, con su jefe. Se parecían a esos monos de culo pelado que vi una vez en el Zoo Montana de Billings.
Aunque sin follar tanto.
Esta vez fui yo quien sonrió. Por una vez había ganado la raza humana. Acabando con aquel ser despreciable, todos huirían. Tenían que hacerlo.
Pero no lo hicieron.
De hecho, vinieron más. Sus horrendas formas, sus garras, colmillos y zarpas surgieron de todas partes con la única intención de masacrarme. Y después de mí, al resto del pueblo.
Tras el pueblo, otros caerían y después se abatirían como una plaga sobre el estado, el país, el continente…
…y el resto del mundo.
Antes de que fuera demasiado tarde, agarré las llaves y me fui corriendo hacia el Chevy. Metí cuatro cosas en mi bolsa de viaje de color negro y salí del piso donde vivía alquilado.
No encontré a nadie por las escaleras. Todos hacía tiempo que habían muerto, atrapados por los demonios cuando no resistieron más y salieron a la calle.
Casi a punto de conseguirlo, me topé con una de aquellas bestias del Infierno. Era menuda, pero gruesa y con una especie de tentáculos que sobresalían por los lados de su robusto cuerpo.
Su bocaza babeante estaba entre abierta, dejando vislumbrar unos colmillos que cortarían mi carne como si fuera mantequilla. Jamás había visto un demonio así.
Por un momento pensé que debía tratarse de otra especie infernal, quizás el mismo Belcebú. Al instante supe que era otro esbirro de este, más bizarro y grotesco.
Pero demonio al fin y al cabo.
Disparé a bocajarro.
Un segundo más y habría sido él quien me hubiera matado, o algo peor: me habría capturado y llevado junto con sus amigos para torturarme y llevarme hasta los límites del dolor y el sufrimiento atroz.
Creo que el mamón no se esperaba que huyera por allí; estaría tratando de cogerme por sorpresa y ¿quién fue el ganador?
Sus negros sesos acabaron despanzurrados por toda la puerta como si fuera una de esas pinturas surrealistas que venden por millones de dólares.
Casi resbalé con ellos y a punto estuve de acabar en el suelo. Conseguí mantener el equilibrio cuando escuché los enfurecidos rugidos que provenían de la esquina. Los demonios me iban a encontrar.
Me metí corriendo en el Chevy del 78 de color negro, que tenía aparcado a poca distancia y arranqué, acelerando hasta provocar una humareda de mil demonios. Como los que intentaban seguirme. Pero les fue imposible. Me escapé por la 121 y desaparecí.
Pero me volvieron a encontrar.
Dos meses después de aquello, lo han vuelto a hacer. Ahora son más. Más fieros. Más sedientos. Buscan venganza. Su odio se puede oler a millas de distancia.
Esta vez sé que es el final.
No tendré tanta suerte como la otra vez. No tengo el Chevy. No tengo nada más que mi M40 y media docena de balas del 308 Winchester.
Una de ellas será para mí.
No quiero que me desgarren con esos hediondos colmillos. Que me trituren con esas garras o me desmiembren poco a poco como hicieron con los otros. Con el resto de las balas les voy a dar más motivos para odiarme.
Tengo en mi punto de mira a dos demonios enormes y tres más pequeños a su alrededor. Si soy rápido, y lo soy, acabaré con ellos antes de que tengan tiempo de huir.
Luego, bueno, Dios proveerá.
Un asesino acaba con cinco miembros del Ejército de Salvación de la sede de Casper (WY).
Por Lawrence Dutton, Casper Star-Tribune. 9 de Junio de 2011
La ciudad de Casper se ha visto sacudida esta mañana por la terrible noticia de la muerte de cinco de sus conciudadanos a manos de un asesino llamado Clifford Jonas, de 56 años y natural de Lewistown, Montana.
A las once y nueve minutos de la mañana, Clifford Jonas, que se alojaba en un apartamento cerca de la Autopista Yelowstone, abrió fuego contra el patio de la sede local del Ejército de Salvación, donde el conocido reverendo Richard Jefferson tiene una pequeña tienda de regalos que sirve para sufragar las obras benéficas de la organización.
El asesino, que portaba un fusil de francotirador, modelo M40, usado habitualmente por el Cuerpo de Marines, aprovechó la salida del edificio de los miembros del Ejército de Salvación para dispararlos.
De resultas, murieron Jacob y Louise Nora Patterson, matrimonio de 45 y 41 años respectivamente; Thomas Clemens, de 67 años, que murió en el traslado al Wyoming Medical Center; William y Madison Brown, hermanos de 11 y 9 años respectivamente.
El asesino se suicidó con su propia arma y fue encontrado por agentes de la Oficina del Sheriff, que no han querido hacer declaraciones a la prensa hasta que termine la investigación.
El FBI iba tras la pista de este escurridizo homicida, que había asesinado a dos de sus agentes en la ciudad natal de Clifford Jonas, en uno de las más bochornosas redadas de la oficina federal que se recuerdan en los últimos años.
El asesino no sólo logró huir, sino que mató al jefe de intervención especial del FBI, John Spencer, de 48 años y a la agente especial Denise Whiteman, de 29 años, además de dos vecinos de la zona: Paul Bridges y Doris O’Hara, de 63 y 32 años respectivamente.
A estos últimos los asesinó dos días antes, con un cuchillo de carnicero y de manera despiadada. Clifford Jonas dejó su vehículo, un Chevrolet de 1978, abandonado cerca de la frontera con Wyoming y desapareció por los bosques de…
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